En España la inmensa mayoría del agua dulce se destina a uso agrícola, un porcentaje de alrededor del 90%, siendo su reparto dentro de este sector muy desigual, de forma que una pequeña porción de los concesionarios, a los que llamamos aguatenientes acaparan la mayor parte de estas dotaciones, en una lógica perversa de acumulación de un recurso público para producción de inmensos beneficios privados, con unos ridículos retornos sociales. Estas arbitrarias concesiones, sin ninguna justificación social, ecológica, ni moral, están creando, en una situación climática en la que cada vez son más escasas las precipitaciones y mayores los consumos y demandas, un desastre ecológico de primera magnitud, secando ríos, manantiales y arroyos y agotando los acuíferos que los alimentan.
Por si fuera poco, los insumos tóxicos de la agroindustria, fertilizantes y agrotóxicos como herbicidas y plaguicidas terminan en las aguas por infiltración o escorrentía, contaminando irresponsable y gravemente la poca agua que dejan para el resto de usos, urbanos y ecosistémicos. La contaminación agroganadera del agua está dejando cada vez más poblaciones con sus suministros de agua inservibles, teniendo que recurrir en muchos casos a abastecerse mediante cisternas, pero no es este el único ejemplo de cómo los intereses privados, el lucro, se imponen al interés general.
El abastecimiento humano y el saneamiento, servicios esenciales prestados por las administraciones locales, hace tiempo que están en la agenda de los grandes oligopolios, que mediante presiones, sobornos y mantras falaces, como la supuesta mejor gestión del sector privado, han ido acaparando esta porción del recurso, que si bien es pequeña proporcionalmente, supone un gran negocio en manos privadas. El trilerismo de la colaboración público privada, consorcios municipales en los que las entidades locales asumen los gastos y las inversiones, y la empresa privada drena los beneficios, son un atentado al interés público, a los ciudadanos.
Como ejemplo muy ilustrativo de este desmán podemos hablar de la ciudad de Albacete, en la que el consorcio está compuesto en un 26% por ciento por el Ayuntamiento, titular del servicio, y Aquona con un 74%. Aquona pertenece a Agbar, a su vez perteneciente al grupo Suez, que está en manos del gigante Veolia, grupo francés cuyos propietarios son fondos de inversión como Vanguard, banco de Noruega y Qatarí Diar, entre otros. Lo que debiera ser un servicio público, cuyos beneficios (si los hubiera) se reinvirtieran en la mejora del servicio o en la propia ciudad, se transforma en un oscuro negocio, donde los precios del servicio suben sin justificación, las plantillas de trabajadores merman y ven reducidos sus salarios y derechos, y los beneficios generados por una gestión que busca no el interés público sino la maximización de la rentabilidad acaban en los bolsillos de los accionistas y ejecutivos de estas empresas y de los fondos buitre. Negocio redondo, los gastos para las administraciones públicas y los beneficios para los concesionarios privados.
Para mayor escarnio, en la prestación del servicio, al caer en manos privadas, se descuidan muchos aspectos, como ejemplo pondremos la gestión de las aguas residuales, que en este negocio se convierten en un engorro al no arrojar beneficios. Dentro de la factura a los usuarios hay un porcentaje destinado a la depuración, porcentaje que al no destinarse a este fin no mejora la calidad del agua que se devuelve al medio.