Seguramente creerás que los sapos, ranas y demás batracios carecemos de memoria. No te lo repruebo, ya que nuestro aspecto verrucoso, la palpitante papada o los ojos estrábicos y saltones hacen pensar con frecuencia al observador prejuicioso que hay menos en nosotros de lo que la Naturaleza nos otorgó. Somos seres de larga vida, considerando que nuestro tamaño no es mayor que el de un roedor o una pequeña ave. Y nuestra pupila, ya sea redondeada o ahusada, vertical u horizontal, va registrando cada pequeño detalle de nuestro entorno, que se graba indeleble en un cerebro primitivo, no lo niego, pero cerebro, al fin y al cabo.
Por eso, miro atrás y recuerdo los tiempos en que esta tierra era un edén para los anfibios. Sorprenderá, sin duda, de un territorio de precipitaciones esquivas y caprichosas, ya que se tiende a atribuir solo a los lugares legamosos y chapoteantes la capacidad de cobijar a mis congéneres. Pero es que millones de años de evolución nos han dotado de cientos de formas y talantes, que nos permiten poblar casi cada rincón del Planeta, ya sea en el gélido norte, las montañas más altas o los tórridos desiertos. Y lo que vosotros, nominales humanos, llamáis Manchuela, no podría ser una excepción.
Las charcas bullían de renacuajos tras las lluvias. Los ríos vibraban con cardúmenes palpitantes de ranas y sapillos. Largos cordones gelatinosos de huevos y puestas pegajosas y traslúcidas adheridas a la vegetación adornaban los fondos de balsas, regatos y pilones. Recuerdo con claridad la sensación de asomar por vez primera mis recién estrenados ojos de sapo adulto por encima del nivel del agua, para contemplar un paisaje de almendros y viñas, de romeros y carrascas. Un paisaje que habría de convertirse en La Meca de mis pasiones, ya que cada año, con el ímpetu de las primeras lluvias, sería para mí la estrella que me guiaría hacia la perpetuación de mi linaje. Con soberana contumacia, el olor de la tierra húmeda que se va atemperando, despierta en mí desde entonces los secretos canales de la perpetuación, la imperiosa necesidad de encontrar una fémina batracia con la que fusionar el precioso legado inscrito en mis genes.
Pero hoy todo es fárrago y congoja. Emergido del barro invernal, me veo inmerso en un mundo desconocido, hostil al anfibio, al animal, a la vida. Barras de metal y alambre geometrizan los campos. Bestias mecánicas hunden sus uñas de acero en la Madre Tierra para dañarla, para acabar con sus hijos. Infernales leznas socavan las entrañas del mundo para extraer hasta la última gota de agua y, llenándola de pestes y ponzoñas, envenenar en una lluvia mortal praderas y herbazales ahora malditos para siempre. Hermanos cerdos, gallinas y ovejas, son sometidos y esclavizados, para medra del poderoso, son atosigados, vilipendiados y humillados hasta mucho más allá del límite de su dignidad animal. Sus carnes son infladas, su descendencia desnaturalizada y sus sangres, jugos, sueros, orines y deposiciones, antaño rico presente para la tierra viva y vital, son hoy un trágico cóctel de putrefacción y muerte.
Aun así, tiran de mí las entrañas y, entre yermos páramos agrícolas, me encamino a la charca que me vio nacer. Pero, donde hubiera una vez ovas, zapateros, libélulas y ditiscos, no encuentro más que mierda. Mierda no en el sentido orgánico, sino mierda de garrafas y plásticos, mierda de botes y compresas. Y de toallitas, de condones, de bragas y de peluches. Mierda humana, en fin, que es la mierda eterna, que no sirve de nada y para nada aprovecha, sino para destruir y enajenar todo lo que un día fue bello.
He oído decir que los ríos ya no cobijan a las ranas y los pintojos, porque sus aguas marchan rápidas a otros lugares, para ser usadas para otros fines, y porque cargan venenos y seres de otros lugares, voraces y asesinos.
He oído que las fuentes y abrevaderos, que los aljibes y las balsas están ya secos, porque el ansia criminal del ser humano ha robado las aguas que los alimentaban. Y los sapos parteros, espinosos y moteados y también los gallipatos ya no encuentran dónde atender sus amoríos, y languidecen sus instintos y sus cuerpos entre la hojarasca seca de algún olvidado ribazo.
Y he visto a los sapos corredores ahogarse en modernas balsas y piscinas, que son trampas de acero y plástico. Y atropellados en las carreteras y apedreados, capturados y mortificados a manos de la insensible chiquillería humana.
Quizá el tiempo de los anfibios haya llegado a su fin. Y quizá sea también el final de todo lo que vive espontáneamente, sin el control de las leyes, la ciencia y la técnica del ser humano. Este ser humano que, a pesar de su enorme cerebro y su gran memoria, se ha olvidado que también él forma parte de la intrincada tela de la vida y dependerá siempre de la salud de la Madre Tierra para seguir vivo.