Un Alepo de andar por casa

 

Es primavera y las hierbas de la cuneta, radiantes de flores, se agitan al paso del convoy. Son decenas de vehículos. Jeeps y camiones de caja cubierta por una lona, que imagino llenos de soldados o munición. Góndolas con tanques o vehículos anfibios. Circulan disciplinadamente por la carretera comarcal, guardando una distancia regular entre ellos. Mientras los adelanto, y observo lo serios semblantes de nuestros defensores, disfruto de la sensación de encontrarme en medio del rodaje de una película. Y anticipo con deleite lo que sucederá en los próximos días. Militares de camuflaje, subfusil en mano, apostados en los cruces de carretera y en las entradas de los caminos. Militares impertérritos, cerveza en mano, atiborrando los bares del pueblo. Militares daneses, italianos o turcos, cayendo en paracaídas, como semillas de diente de león, desde panzudos aviones.

Cómo no sentirse admirado por este despliegue. Por contar, como decía gallardo un alto mando en la radio, con uno de los mayores campos de maniobras de la OTAN en este olvidado rincón de Europa. 23.000 hectáreas que antaño no acogieron más que aldeuchos y míseros cultivos y pastos, y que hoy son escenario de los más avanzados despliegues de la tecnología militar, con más de 11.000 soldados que cada año se entrenan en ellas.

Mi ignorancia no supo determinar por los dibujillos bordados en su impecable guerrera, el puesto que ocupaba en el escalafón el militar que me dijo que los ecologistas debíamos sentirnos agradecidos con el ejército por salvaguardar todo ese territorio. Y cuánta razón tenía. Frente a las hordas salvajes de pastores con sus ovejas y cabras asolando el terreno y los implacables buscadores de setas, caracoles y espárragos. Frente a los caminantes y los ciclistas, el ejército brinda una protección amable, evidenciada con la alta valla perimetral, la amplia faja de terreno desnudo que la acompaña, las cámaras de seguridad y los reveladores carteles de “Zona de Interés para la Defensa Nacional. Prohibido el paso”. Con qué sensibilidad arrollan los bulldozers las matas de enebro y sabina. Qué delicadeza la de las excavadoras abriendo trincheras. Y qué sutileza la de las baterías y las ametralladoras, sembrando de plomo y níquel la sierra de Chinchilla, para hacernos gozar de ese sabor metálico tan característico de las aguas de nuestros grifos. Qué felices deben sentirse los cernícalos, alondras y totovías en el retumbar de las explosiones y los tiroteos.

Y es precisamente el redoble de los morteros el que me saca de mi ensimismamiento y me lleva a las afueras del pueblo, desde donde, ya avanzada la noche, puede disfrutarse el espectáculo. Las luces de las detonaciones iluminan la sierra, seguidas al poco por el estruendo de los impactos, todo ello en un coro de ráfagas y pequeños estallidos. Y mi imaginación me presenta casas derruidas, hogares arrasados, vidas segadas.

Y, henchido el corazón por el orgullo patrio, me pregunto para qué malgastar en políticas sociales, en hospitales o escuelas un dinero público que tan animosamente se mete en cada uno de esos proyectiles. Y es que, gracias al ejército, uno se siente como en un Alepo de andar por casa.